Aquella
primavera solía ir a comer al Doña Casilda. Llegaba y lo primero
que hacía era ponerme en cuclillas, descalzarme, y dejar los pies sobre la hierba
rezumante. Después me sentaba y me dejaba caer lenta. Qué bien se
estaba allí tendida, sintiendo toda la fecundidad de los árboles
sobre mí. Sacaba los bocadillos del bolso y masticaba suave
mientras imaginaba que llegaba mi chico. Él, normalmente, almorzaba en el comedor del colegio. Según se iba acercando ya le
intuía, lo hacía silencioso, observándome desde lejos. Llegaba y se sentaba
recogiéndome desde atrás. Se arrimaba a mi oído izquierdo y me
susurraba algo nuestro, un pequeño código. Yo sonreía dulce..., hola,
amor, todo bien?
Me
echaba ligeramente hacia su pecho, tomaba su rostro con la mano
izquierda y le besaba lenta y suave. Después apoyaba mis manos sobre
sus rodillas para arrastrarme hacia él y pegar mi espalda a su torso y empezar a charlar, siempre tenía alguna historia. Aquel día
quise hablarle de mi teoría sobre la relación entre el tamaño de
la nariz y el del pene. Él se reía a carcajadas. Ya estás con
tus antropologías disparate, así llama a mis investigaciones
concienzudas. Qué ingrato. Va, le amo igual.
Recordaste
coger las entradas para el museo? Interrumpió mi oratoria. Claro,
como me voy a olvidar de algo tan importante. Esa tarde habíamos
decidido ir a visitar una vez más el museo de Bellas Artes que se
encuentra justo al lado del parque Doña Casilda. Y es que a mí el
arte me pone. Me pone la sensualidad, el erotismo. Me pone la belleza.
No sé como no he terminado en más de una ocasión detenida por
dejar ir mis manos a un escultura. Pero, digo yo, el arte está
para disfrutarlo, no? Pues eso, a disfrutar nos dispusimos aquella siesta despierta y maravillosa de abril mi hombre y yo.
Cuando
visito por primera vez un museo suelo hacer un recorrido general
rápido para tener una idea amplia de su arquitectura y de la obra
permanente expuesta. Cuando ya lo conozco, como un animal de
costumbres, siempre voy a las mismas salas, a los mismos rincones.
Siempre me paro en los mismos cuadros o esculturas una y otra vez
intentando escudriñar lo que hay más allá de lo evidente. Menos
mal que mi chico tiene mucha paciencia, es bastante mejor persona que
yo. Su generosidad conmigo no tiene límites, aunque él siempre me
dice que la recompensa a mis ausencias y egoísmos colma su
generosidad, y yo le creo, si él lo dice para qué le voy a
contrariar.
En
los museos me acompaña entrelazando, normalmente, su mano izquierda
con mi derecha y yo le voy llevando. En el de Bellas Artes subimos
las escaleras y nos paramos para contemplar el reflejo de la luz que
pasa a través del pavés y se posa en la escultura del descansillo,
y me suelta, para que me cuele por detrás en un instante que no mira
la guarda. Qué manía tienen de mostrar muchas veces sólo las obras
por la parte frontal, con todo lo que sugieren al otro lado...
Y
andamos cogidos los pasillos, entramos en las salas, pasamos de
largo, atravesamos un corredor, nos quedamos un rato mirando al patio
de atrás apoyados en la barandilla y yo, como una gata en celo, me
voy refugiando en él, en su olor, y él me deja invadirle un
instante agarrándome por la cintura. Continuamos... Llegamos a uno
de mis cuadros preferidos, el rapto de europa, de Martín de Vos, y nos sentamos en el banco de enfrente, él a mi izquierda. Subo
mis piernas en su muslo derecho con mi pecho hacia él y giro la
cabeza hacia el cuadro. Entonces él me mira y retira mi cabello con
su mano derecha y sopla mis mejillas, siempre me sonrojo cuando me
mira así, da igual los cientos, miles de veces que lo haya hecho. Si
me mira así me sonrojo. Y, cómo es así? Buff, eso no puedo
describirlo. Así es una forma de mirar que humedece.
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| El Rapto de Europa de Martín de Vos |

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