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lunes, 11 de noviembre de 2013

Así es una Forma de Mirar que huMedece...


Aquella primavera solía ir a comer al Doña Casilda. Llegaba y lo primero que hacía era ponerme en cuclillas, descalzarme, y dejar los pies sobre la hierba rezumante. Después me sentaba y me dejaba caer lenta.   Qué bien se estaba allí tendida, sintiendo toda la fecundidad de los árboles sobre mí. Sacaba los bocadillos del bolso y masticaba suave mientras imaginaba que llegaba mi chico. Él, normalmente, almorzaba en el comedor del colegio. Según se iba acercando ya le intuía, lo hacía silencioso, observándome desde lejos. Llegaba y se sentaba recogiéndome desde atrás. Se arrimaba a mi oído izquierdo y me susurraba algo nuestro, un pequeño código. Yo sonreía dulce..., hola, amor, todo bien?
         Me echaba ligeramente hacia su pecho, tomaba su rostro con la mano izquierda y le besaba lenta y suave. Después apoyaba mis manos sobre sus rodillas para arrastrarme hacia él y pegar mi espalda a su torso y empezar a charlar, siempre tenía alguna historia. Aquel día quise hablarle de mi teoría sobre la relación entre el tamaño de la nariz y el del pene. Él se reía a carcajadas. Ya estás con tus antropologías disparate, así llama a mis investigaciones concienzudas. Qué ingrato.   Va, le amo igual.
Recordaste coger las entradas para el museo? Interrumpió mi oratoria. Claro, como me voy a olvidar de algo tan importante. Esa tarde habíamos decidido ir a visitar una vez más el museo de Bellas Artes que se encuentra justo al lado del parque Doña Casilda. Y es que a mí el arte me pone. Me pone la sensualidad, el erotismo. Me pone la belleza. No sé como no he terminado en más de una ocasión detenida por dejar ir mis manos a un escultura. Pero, digo yo, el arte está para disfrutarlo, no? Pues eso, a disfrutar nos dispusimos aquella siesta despierta y maravillosa de abril mi hombre y yo.

Cuando visito por primera vez un museo suelo hacer un recorrido general rápido para tener una idea amplia de su arquitectura y de la obra permanente expuesta. Cuando ya lo conozco, como un animal de costumbres, siempre voy a las mismas salas, a los mismos rincones. Siempre me paro en los mismos cuadros o esculturas una y otra vez intentando escudriñar lo que hay más allá de lo evidente. Menos mal que mi chico tiene mucha paciencia, es bastante mejor persona que yo. Su generosidad conmigo no tiene límites, aunque él siempre me dice que la recompensa a mis ausencias y egoísmos colma su generosidad, y yo le creo, si él lo dice para qué le voy a contrariar.
En los museos me acompaña entrelazando, normalmente, su mano izquierda con mi derecha y yo le voy llevando. En el de Bellas Artes subimos las escaleras y nos paramos para contemplar el reflejo de la luz que pasa a través del pavés y se posa en la escultura del descansillo, y me suelta, para que me cuele por detrás en un instante que no mira la guarda. Qué manía tienen de mostrar muchas veces sólo las obras por la parte frontal, con todo lo que sugieren al otro lado...


Y andamos cogidos los pasillos, entramos en las salas, pasamos de largo, atravesamos un corredor, nos quedamos un rato mirando al patio de atrás apoyados en la barandilla y yo, como una gata en celo, me voy refugiando en él, en su olor, y él me deja invadirle un instante agarrándome por la cintura. Continuamos... Llegamos a uno de mis cuadros preferidos, el rapto de europa, de Martín de Vos, y nos sentamos en el banco de enfrente, él a mi izquierda. Subo mis piernas en su muslo derecho con mi pecho hacia él y giro la cabeza hacia el cuadro. Entonces él me mira y retira mi cabello con su mano derecha y sopla mis mejillas, siempre me sonrojo cuando me mira así, da igual los cientos, miles de veces que lo haya hecho. Si me mira así me sonrojo. Y, cómo es así? Buff, eso no puedo describirlo. Así es una forma de mirar que humedece.




El Rapto de Europa de Martín de Vos

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